Por Fresia Camacho

Época de altas tecnologías.  La comida viene enlatada y con sabores artificiales.  Ya los niños no apean guayabas de los palos para comer hasta saciarse.  Las vitaminas se toman en cápsulas. Todo está ordenado en el supermercado por cajitas y bien empacado para que pueda calentarse en el microondas y en tres minutos tener el plato servido en la mesa, sin el engorroso procedimiento de picar y cocinar a fuego lento.

Los viejos ya no se mueren cuando se enferman porque se les conectan tubos y mangueras y se sostienen con pastillas que regulan el corazón y así se les friega el páncreas o los riñone spara a su vez tomar pastillas que mejoran el funcionamiento de éstos, pero joden la presión o producen azúcar en la sangre.   Quedan asidos a las andaderas y usando pañales desechables, perdidos en un laberinto para huir de la muerte, gracias a una elección de otros.

Se diría que todo es más fácil hoy.  Es el tiempo del consumo.  Para sentirnos bien comemos hasta padecer de colesterol y triglicéridos, ojalá comidas rápidas compradas en cajitas felices desechables.  Para sentirnos bien visitamos tiendas y supermercados y somos poderosos en el momento en que sacamos la tarjeta de crédito en la caja- ojalá una tarjeta dorada-, aunque luego vayan a amontonarse en la casa los chunches que no usamos y quedemos con otra deuda por pagar y muy pronto se apague el dulzor en la boca.   Para sentirnos bien tomamos el Control... sí ese, el del televisor, y pasamos nuestro tiempo libre enchufados a la pantalla.  O, en su defecto, nos conectamos a internet para jugar a la comunicación con los otros que están más allá de la pantalla, mientras los nuestros esperan al lado su oportunidad para conectarse.  La adrenalina se logra con los video juegos o seduciendo por internet a una persona que parece estar ahí, pero no lo suficientemente cerca como para ser una amenaza a la seguridad y a la intimidad personal.

Y luego nos angustia que los jóvenes necesiten consumir drogas para sentirse bien, en esta escalada donde todo viene de afuera, y pareciera que la alegría está relacionada con nuestra capacidad para consumir, y no nace de adentro.   Nos preocupa que hablamos de participación pero cada quien sólo se esmera por conservar la tranquilidad en su casa, y enrejarla toda en una ilusión de seguridad.

En la agenda del consumo no está el juego, el contacto con los otros, la risa fuerte, no está el baile ni el abrazo.  Sólo aparece la música como un entretenimiento, y no en su poder ritual de celebrar la vida y la muerte, de conectarse con su misterio y con su fragilidad.

Por todo esto, reunirse para celebrar, para jugar, para abrazarse, para cantar, hacer la comparsa y la peña, ojalá en la calle, es revolucionario.  Es transformador el ritmo  que marcan los tambores a los pies que danzan al unísono.  Es provocador que las y los jóvenes jueguen en los parques y elijan el abrazo a la pantalla.  Genera cambio tomarse  las calles, aunque sea por un momento para hacer la comparsa en vez de que circulen los carros.  Reunirse, estar con las y los otros, en comunidad, es un signo de cambio, e incomoda al orden establecido.

Crisis

Por todo lado se oye hablar de crisis.  Las hambrunas, la falta de empleos y los aguaceros inclementes nos lo confirman.  Así como están las cosas, el mundo se va a acabar.  Los funcionarios de los organismos internacionales y de los gobiernos diseñan escalofriantes escenarios futuros y planes y rutas críticas para evitarlos. Pero es difícil encontrar nuevos caminos con los mismos ingredientes con los que se ha fabricado este tiempo en que vivimos.

¿Cómo generar respuesta innovadoras, diferentes, atinadas, para hacer el gran cambio tan urgente?  Para mi, la respuesta va a venir de la gente joven, y va a venir de la mano del abrazo, del baile, de los tambores.  Sólo la creatividad puede encender la chispa.  Y aunque suene trillado, sólo el amor abrirá un nuevo tiempo.  Esa es la nueva incubadora cultural, y la tecnología nos dará una mano.

Por eso, abrir espacio al juego y al arte, a la creatividad y al abrazo, se convierte en una tarea urgente, desde todos los lugares.  E trabajo creativo y cultural es profundamente político, y más si está ligado a la organización, a las comunidades y poblaciones que ancestralmente han estado relegadas en estas sociedades -construidas desde la visión del adulto, del macho, del blanco y del rico.

Redes de arte y transformación social

Apostar a las redes del compartir experiencias y conocimientos, a los Encuentros, a la construcción de nuevos sentidos, se vuelve, en mi caso, una misión de vida.

Las redes en las que participo, a las cuales me siento conectada, están hechas de hilos de afecto, de visión común, de ganas de cambiar las cosas.  En estas redes se comparte el saber y el pan.  También se comparte la tristeza y la alegría, el baile y la poesía.   En las redes, la conciencia ambiental y el trabajo cultural, no están separados.  Tampoco está separada la búsqueda de la paz y de otra forma de relacionarse, desde la escucha.  Las redes son espacios que nos permiten relacionarnos con gobiernos y  otras organizaciones.

Por eso no me da vergüenza parecer una loquita bailando en la calle con un grupos de estrafalarios jóvenes con brillo en la mirada.  Y espero que cada día seamos más los que nos permitamos ese descaro de no ir por los caminos convencionales, y que no importen los años acumulados para celebrar la vida. 
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